Cuando me convertí en mamá, pensaba que el juego era solo una forma de entretener a los peques. Pero con el tiempo —y muchas sesiones de plastilina, risas, carreras por el pasillo y tardes de cuentos— entendí que jugar es muchísimo más que eso.
El juego es un puente.
Un puente entre su mundo y el mío, entre lo que sienten y lo que aún no pueden decir con palabras. Al jugar con mi hijo, no solo lo acompaño… me conecto con el de verdad. Descubro qué le gusta, qué le preocupa, cómo piensa, cómo resuelve, cómo siente.
Aprendí a soltar el control.
Como adultos, muchas veces queremos que todo tenga un resultado “útil”. Pero los niños me enseñaron que jugar es valioso por sí mismo. No hay que “lograr” nada, solo estar presentes. Dejar que una torre de bloques se derrumbe puede ser más divertido que terminarla.
Aprendí que menos es más.
No se necesita tener miles de juguetes. Unos pocos materiales (cartón, botones, lápices, cucharas…) y mucha imaginación pueden ser la mejor aventura. A veces, una caja vacía ha sido un castillo, un barco pirata o una casa en la luna.
Aprendí a mirar con ojos nuevos.
Jugar me recuerda cómo era ver el mundo cuando todo era asombroso. Sus risas por una burbuja, su emoción al descubrir un bichito o su orgullo al dibujar una cara con palitos me devuelven la magia de lo simple.
Y sobre todo…
Aprendí que jugar también me cura.
En medio del cansancio, las dudas o los días difíciles, el juego me regala pausas, abrazos y momentos que quedan para siempre.